Perdone Don Modesto de La Fuente; pero lo que él da en sus chispeantes capilladas como coloquio entre Santa Teresa y Cristo, se lo oí referir a mi abuela la tuerta como pasado entre Santa Rosa de Lima y el Rey de cielos y tierra. Fray Gerundio cuenta la escena con el aticismo que le es propio; mas no por eso he de privarme de contar, a mi manera, historieta que en mi tierra es tradicional. Si hay plagio en ello, como alguna vez se me dijo, decídalo el buen criterio del lector.

Un día en que estaba el buen Dios dispuesto a prodigar mercedes, tuvo con él un coloquio Santa Rosa de Lima. Mi paisana, que al vuelo conoció la benévola disposición de ánimo del Señor, aprovechó la coyuntura para pedirle gracias, no para ella (que harta tuvo con nacer predestinada para los altares), sino para esta su patria.

-¡Señor! Haz que la benignidad del clima de mi tierra llegue a ser proverbial.

-Concedido, Rosa. No habrá en Lima exceso de calor ni de frío, lluvia ni tempestades.

-Ruégote, Señor, que hagas del Perú un país muy rico.

-Corriente, Rosa, corriente. Si no bastasen la feracidad del terrenó, la abundancia de producciones y los tesoros de las minas, le daré, cuando llegue la oportunidad, guano y salitre.

-Pídote, Señor, que des belleza y virtud a las mujeres de Lima y a los hombres clara inteligencia.

Como se ve, la santa se despachaba a su gusto.

La pretensión era gorda, y el Señor empezó a ponerse de mal humor.

Era ya mucho pedir; pero, en fin, después de meditarlo un segundo, contestó sin sonreírse:

-Está bien, Rosa, está bien.

A la pedigüeña le faltó tacto para conocer que con tanto pedir se iba haciendo empalagosa. Al fin mujer. Así son todas. Les da usted la mano y quieren hasta el codo.

El Señor hizo un movimiento para retirarse, pero la santa se interpuso:

-¡Señor! ¡Señor!

-¡Cómo! ¡Qué! ¿Todavía quieres más?

-Sí, Señor. Dale a mi patria buen gobierno.

Aquí, amoscado el buen Dios, la volvió la espalda diciendo:

-¡Rosita! ¡Rosita! ¿Quieres irte a freír buñuelos?

Y cata por qué el Perú anda siempre mal gobernado, que otro gallo nos cantara si la santa hubiera comenzado a pedir por donde concluyó.

A fray Miguel Romero, religioso agustino del convento de Lima y que murió en 1646 a los setenta años de edad, llamábanlo el padre loco; y a fe que si todas sus locuras fueron como las frases que la tradición y el cronista Flores nos han transmitido, digo que su paternidad estuvo siempre en sus cabales, y que muchos cuerdos envidiarían su agudeza.

El padre Romero pecaba por falta de aseo en hábito y persona: era un Diógenes con tonsura, y acaso por eso, más que por sus acciones y palabras, conquistó fama de loco. Un día reuniose la comunidad para ir a palacio al besamanos del nuevo virrey, y ya en la portería fijose el prior en que el calzado de fray Miguel iba provocando la hilaridad de sus compañeros.

-Padre maestro -le dijo el prelado,- ¿por qué trae su paternidad los zapatos desorejados como si fueran ladrones?

-Para que no puedan andar en malos pasos -contestó el loco.

La respuesta no admitía réplica, y el prior le dijo sonriéndose:

-Tiene razón que le sobra su paternidad.

Pero la gran agudeza del padre loco, pasando por alto otras, es la siguiente que refiere el ya citado cronista agustino.

Entre sus confesadas había una vieja, madre de una muchacha tan devota como agraciada de figura. La vieja confió al confesor que entre sus visitantes había un joven que confesaba y comulgaba jueves y domingo y que mantenía con su hija largas pláticas sobre puntos teológicos.

-¿Y nada más?

-Nada más, padre.

-Pues cierra la puerta de tu casa a ese mancebo, que por religioso que sea, siempre es bueno poner entre santa y santo pared de cal y canto.

La beata no se llevó del consejo, diciendo para su sayo: «chocheces de padre loco», y se ausentó del confesonario.

Así pasaron meses, hasta cinco, cuando una mañana presentose la vieja en la portería del convento e hizo llamar al padre Romero. Acudió éste, y la pobre señora se echó a gimotear.

-¿Qué te pasa, hija? A ver, desahoga ese pecho.

-¡Ay, padre! ¿Quién lo hubiera creído? Lo que me sucede no se ha visto nunca.

-Eso es grave. ¿Cosa nunca vista, dices? Desembucha, que me tienes el alma en vilo.

-Sí, padre; porque ese joven a quien me aconsejaba su paternidad que no admitiese nunca en casa…

-¡Ah, ya caigo! No prosigas, hermana. ¿Conque ese jovencito está embarazado? ¿Conque al fin remaneció preñado el devoto, el santito, el bienaventurado?

-No, padre, mi hija es la que está encinta.

-Pues eso nada tiene de nunca visto, sino de muy natural; que al cabo en preñez tenían que parar tantas pláticas devotas. Lo nunca visto habría sido que el galán resultase con el embuchado. Ve con Dios, hija; y dejándote de candideces, acude a la justicia para que remedie el daño, si puede y quiere, que los frailes no servimos para el caso. Anda, boba, que a tiempo te dije que «entre santa y santo pared de cal y canto».

El Exelentísimo. Sr. Don Melchor Portocarrero Laso de la Vega, conde de la Monclova y virrey de estos reinos del Perú y Chile, era hombre con quien cargaba una legión de diablos, siempre que llegaba a sus oídos el apodo con que lo bautizara el zumbón pueblo de Lima; no embargante que el tal apodo más tenía de honorífico que de ridículo, pues tengo para mí que enaltece a un guerrero el resultar lisiado en el campo de batalla. Su excelencia había quedado manco en la batalla de Arras, y reemplazó el brazo de carne, músculos y huesos con otro de filigrana de plata, verdadera maravilla de artífices romanos.

Aunque D. Melchor ocultaba la apócrifa siniestra bajo un guante de gamuza o piel de perro, no por eso dejaron de aplicarle el mote de Mano de plata, apodo que a su excelencia antojósele considerar como insulto a su honrada y esclarecida persona.

Fue el caso que, a pesar de sus diciembres, a su excelencia se le encandilaban los ojos cada vez que por esas calles tropezaba con una de aquellas hembras hechas de azúcar y canela, vulgo mulatas, manjar apetitoso para libertinos y hombres gastados. Las mulatas de Lima eran, como las de la Habana, el non plus ultra del género.

«Quien dijere que Venus
ha sido blanca,
de fijo no hizo estudios
en Salamanca».

Algún resbalón debió dar su excelencia, en amor y compaña con una de esas caritativas vasallas, e hízose pública la largueza del galán en recompensar amorosas complacencias, pues los traviesos limeños lo sacaron esta copla que a guisa de pasquín y escrita con carbón apareció una mañana en la blanca pared de uno de los pasadizos de palacio:

«Al conde de la Monclova
le dicen Mano de plata;
pero tiene mano de oro
cuando corteja mulatas».

No fue su excelencia como los marqueses de Cañete y de Castelfuerte, ni como Amat y otros virreyes, que a pasquines en verso contestaron también en el lenguaje de las musas, dándoseles un pepinillo de conceptos y murmuraciones anónimas. El de la Monclova no entendía de chilindrinas, y la más sosa e insignificante revestía para él la seriedad del papel sellado. Hizo borrar la copla de la pared; pero no alcanzó a borrarla de la memoria del pueblo.

Añaden, sí, que desde entonces no volvió el virrey a tener aventurillas con mozuelas del medio pelo.

Doña Inés de Muñoz, que en primeras nupcias casó con Martín de Alcántara, hermano uterino de D. Francisco Pizarro, y que al enviudar contrajo matrimonio con el acaudalado D. Antonio de Rivera, caballero de Santiago, fue la primera dama española que hubo en Lima. Al fallecimiento de su segundo marido, que la dejó heredera de pingüe fortuna, consagró ésta a la fundación de un monasterio en el que entró monja, alcanzando al morir (en 1594) a la edad de ciento once años. ¡Vivir fue!

Cuentan de doña Inés (si bien no falta autor que haga a la viuda del capitán Chávez, que murió defendiendo a Pizarro, protagonista de esta historieta) que sus deudos de España, a quienes ella no olvidaba favorecer con gruesos donativos de dinero, la enviaban, siempre que oportunidad se presentaba y por vía de agradecido agasajo, tres o cuatro cajones conteniendo frutos escasos o desconocidos en el Perú.

Hallábase de visita en casa de ella el marqués gobernador, en momentos que a doña Inés entregaban una remesa llegada de Cádiz, y la amable dama invitó a su cuñado a comer, para el día siguiente, una olla podrida en que los garbanzos, judías, chorizo extremeño y demás artículos regalados campearían en el plato.

Hizo la casualidad que, al abrir uno de los cajones, se fijase doña Inés en unos pocos granos de trigo confundidos entre los garbanzos; y ella y sus criadas echáronse a tan minuciosa rebusca, que llegaron a juntar hasta cuarenta y cinco granos de trigo.

Doña Inés hizo con ellos un almácigo en el jardinillo de su casa, y a poco brotaron las espigas y tras ellas el grano.

Cuatro años después el almácigo había dado origen a muchos trigales en las huertas de los alrededores de Lima, estableciéndose por Pizarro un molino, y amasándose pan para el vecindario, que lo pagaba a medio real de plata la libra.

Y de Lima pasó el cultivo del trigo a los fértiles valles de Arequipa y Jauja, y últimamente a Chile, donde hoy constituye un productivo ramo de comercio.

Tradicion sacada del quinto tomo de » las Tradiciones Peruanas » de Don Ricardo Palma